En octubre del año 2021 encontramos un trozo de monte impenetrable en el interior de la casa más vieja de Panchés. Un lugar junto al mar, a las faldas del Monte Pindo, al final de la infinita playa de Carnota. Cómo sería un jardín para mi o tal vez cómo sería yo para un jardín…un jardinero ausente. Aquí comienza esa historia.
Uno no se inventa nada…o muy poco. Avanzar retrocediendo consiste en apoyarse en el arte de mirar, de desvelar, de saber copiar, de interpretar o de combinar distintas realidades hasta alcanzar otras. El primer jardinero debió fijarse en la naturaleza, en la naturaleza que quiso ser jardín y asociarse con las piedras. El Pindo y sus alrededores está lleno de jardines naturales donde el monte se abre paso sin permiso de jardineros ni arquitectos. Construcciones sin techo que acaban siendo, con el tiempo, el hogar de las silvas…
Galicia es marela (amarilla) o al menos eso dice Rocío la propietaria del mejor vivero de la zona. Si alguien conoce a los habitantes del monte es ella. Amarilla por las pequeñas flores de las Xestas o el Toxo que tiñen del color de la mala suerte estas laderas. Con sus raíces profundas no hay quien las arranque de esta tierra y si algo tiene tantas ganas de quedarse aquí… pues que se quede. Pero Galicia también es tierra de “malas hierbas” de pinchos y urticarias. Plantas impertinentes, jodidamente incómodas. Tal vez por eso me resulten tan atractivas.
Durante los veranos en los “curros” se recogen los caballos asilvestrados para proceder al corte de las crines, desparasitarlos y curarles las heridas durante a Rapa das Bestas.
Nosotros durante el invierno y mientras las plantas duermen comenzamos a despejar el camino. Fueron apareciendo lareiras, fornos de pedra como barrigas, hinchazones en los muros, pías, lacenas, bancos y al fondo el mar del fin del mundo.
Primero desbrozamos, limpiamos y vaciamos de escombros la casa. Retiramos, ordenamos y clasificamos los restos de la cubierta desplomada 40 años atrás. Cientos de tejas, tierra y arqueología doméstica fueron apareciendo. Planchas, bridas, regaderas, estribos, botellas, cráneos de animales…Respetamos algunas de las silvas originales y muchos de los helechos y musgos que allí habían vivido durante años.
El resto se saneó y se aportó nueva tierra vegetal. La primera primavera aquello se llenó de ortigas, un océano de plantas urticantes…La segunda primavera de una pequeña planta invasora cuyo nombre no he llegado a descubrir. Poco a poco fueron recuperando espacio las silvas, los helechos y hasta un pequeño rosal silvestre.
Entonces llegó la gran viga de batea para romper el espacio. Para dejarse caer por ahí como un animal muerto y generar tensión. Una tonelada de madera de eucalipto que llevaba sumergida en la ría de Noia más de 20 años. Árbol maldito por estas tierras, pero tan querido para nosotros, como el resto de malas hierbas en este jardín miserable e incómodo.
Mas tarde llegaron el carajo (escalera-mirador hacia el mar de redondos de acero) y el columpio (Eslinga amarilla con una piedra a modo de asiento), la mesa de disco para cortar granito y charlar y la puerta de acceso procedente de un cementerio cercano. No hay jardín sin puerta y esta tendría que ser la puerta del infierno.
El resto de los elementos fueron apareciendo o se fueron asomando en busca del sol, llamando la atención como las plantas cada primavera, como los invitados de una boda, amontonados durante los primeros minutos de una barra libre.
Cuando el jardinero permanece ausente, las plantas se liberan, lo saben y se aprovechan de su ausencia como los niños cuando se quedan solos en casa. Todo puede pasar. Pero a derecha e izquierda están los vecinos vigilantes por si algo se desmadra. Jorge que trabajó en la tierra, Ana que nos trae herba de namorar y la planta del dinero y, como no podía ser de otro modo, en este jardín de pinchos ambas duraron poco.
Solo hay algo peor que un jardinero ausente para un jardín…un jardinero inexperto.
Para solucionar ese problema fueron apareciendo Ana Isabel Calo, propietaria de la casa das Camelias en Boiro, Miguel Llana, el bancario apasionado, Rafael Ovalle (Falo), un reputado paisajista asturiano, y Rocio Priegue, la propietaria del vivero de Cee. Entre todos diseñamos un proceso de renaturalización del futuro jardín. Trazamos un recorrido por el Monte Pindo para recoger de los márgenes de los senderos las especies silvestres que invitaríamos a habitar el jardín en compañía de las silvas y helechos que habían sobrevivido a nuestra llegada.
El tiempo se ha encargado de todo lo demás hasta llegar al punto de partida. Todo es como al principio, pero distinto.
“Uno arroja una piedra al agua: la arena se arremolina y vuelve a asentarse. La perturbación fue necesaria, y la piedra ha encontrado su sitio. Sin embargo, el estanque ya no es el mismo que antes. Los edificios son aceptados en su entorno cuando poseen múltiples maneras de hablar desde el sentimiento y la razón” Peter Zumthor.
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