Los alumnos, hoy, en la universidad, no saben nada (es decir, no saben lo que yo sé). Si lo supieran todo ¿serían alumnos?
El trabajo del profesor es enseñar a quien no sabe. Quejarse de que no saben es quejarse del trabajo.
Es cierto que recibir una explicación de algo que ya se sabe es, curiosamente, placentero. Lejos de provocar aburrimiento o hastío, suscita el placer del reconocimiento. Platón ya contaba que enseñar consiste en lograr que el alumno se de cuenta de algo que inconscientemente ya sabe. El conocimiento no viene de fuera, sino de dentro. Las cosas que no olvidamos son las que habíamos olvidado. Darse cuenta es una revelación. Consiste en abrir una puerta para descubrir que no tenemos que viajar lejos para aprender, sino emprender un ejercicio de introspección guiado por un profesor. Un ejercicio que exige cierto esfuerzo. La palabra estudiante se conforma al partir del latín studio que significa, precisamente, esfuerzo: el esfuerzo de adentrarse en uno mismo. Ser un alumno, como ser un profesor, exige un esfuerzo. Las explicaciones que no resuenan en nosotros -causadas a menudo por palabras rebuscadas y un tono pedante-, que no nos evocan nada, son palabras pronto olvidadas y, por tanto, inútiles. Un profesor que hace ostentación de saber y busca desmarcarse de los alumnos se aísla. Se luce pero no aporta luz. Debe despertar el interés (y asumir que no siempre lo consigue) sin hacerse el interesante. No puede compartir ni puede guiar. Los guías distantes, alejados, impiden el avance que solo se da con la cercanía, el ánimo que alienta a seguir investigando. Si los alumnos no saben quizá sea porque sienten que al profesor le hastía hacer de guía, que no quiere ser profesor.
Un alumno solo es un alumno, alguien dispuesto a conocer, si un profesor le acompaña.
Un profesor no debe hacer alarde que sabe lo que los alumnos no saben, sino que debe compartir conocimiento. Lo que separa al profesor del estudiante es que aquél ya ha realizado el ejercicio de rememoración al que invita al estudiante. Un ejercicio que, no obstante, también practica -y que tiene que producirse-, cuando, gracias a un diálogo con el estudiante, descubre que sabe cosas de las que no era consciente.
Un profesor es quien sabe ser un alumno.
Alumno y alimento tienen la misma raíz. Un alumno es quien recibe un alimento lo que le hace ser más alto (palabra emparentada con las dos anteriores): es decir, gana altura y profundidad al volver la vista hacia sí mismo y bucear en lo que tiene sin saberlo. El saber, o el aprender, es el descubrimiento de lo que uno tiene. El profesor invita al viaje y acepta ser guiado cuando quien le sigue conoce un camino en el que no había pensado.
Si nos quejamos de que los alumnos no saben nada, es que no somos profesores.