Realmente el juego del escondite es una recreación infantil de los mecanismos que utilizaron los primeros pobladores de la Tierra para encontrar sus refugios, sus primeros hogares. Está regido por las mismas normas básicas y arrastra las mismas motivaciones. Huir de tu enemigo, alejarte lo más posible del peligro, encontrar un rincón oculto y protegido donde permanecer durante un tiempo, poder ver y oír lo que sucede en el exterior sin ser visto ni oído. Y si, además de todo esto, resulta confortable, entonces nos encontraremos ante el mejor escondite posible. También ante un buen lugar para vivir en el Paleolítico, en el Neolítico o incluso hoy.
Durante el juego del escondite, a nadie se le ocurre ponerse a construir un refugio adecuado, recoger unas ramas, atarlas en los extremos, extender en las paredes algún tipo de hoja fina, larga y seca para protegerse del viento y realizar la misma operación con más ramas y hojas en el techo, tal vez cortezas, para protegerse, esta vez, de la lluvia. Nos descubrirían antes de terminar. Esa es la diferencia sustancial entre la cueva y la cabaña.
Si queremos captar la realidad y aprovecharla de algún modo, debemos atraparla al vuelo, sin vacilación, sin que sufra apenas transformación. Esta implica tiempo y gasto energético; por lo tanto, conviene moderarla. Por eso tal vez es más importante aprender a mirar que aprender a proyectar, precisamente para transformar lo mínimo posible el entorno. Resulta más práctico aprovechar las circunstancias que aprender a resolver los problemas. Aprender a mirar es una asignatura que falta en nuestras escuelas. Mire usted.
El cine documental no precisa de mucha preparación previa, con ella las oportunidades se esfumarían y perdería naturalidad o frescura. “Las Hurdes, tierra sin pan“, de Luis Buñuel, a pesar de su trascendencia y brutalidad, peca de esa falta de naturalidad tan propia del cine documental puro.
En cualquier caso, siempre es mejor resolver problemas reales que inventarse problemas irreales para luego tener que resolverlos.
Lo segundo es absurdo, pero muy habitual en nuestras escuelas y también fuera de ellas.
Imagínense un caso cualquiera…
Por un pueblo pasa un río que divide el conjunto en dos partes. Los pastores tienen que llevar todos los días el ganado hasta el otro lado para llegar a unos verdes y sabrosos prados. Hoy hay un paso tres kilómetros río abajo. Se trata de un precioso puente romano de tres ojos. ¿Cómo actuaría alguno de nuestros ilustres arquitectos ante esta situación? Probablemente propondría junto al puente romano otro puente que salvase sin ningún apoyo los treinta metros del cauce para que pase el ganado y así no deteriorar el puente romano ni pervertir el lecho del río. Dicho así, podría convencernos.
Para ello tendría que hacerse las siguientes preguntas que no tienen respuesta: «¿A qué distancia sitúo el nuevo puente para no afear la visión del puente romano y que el mío se vea bien? ¿Qué estructura utilizo para salvar los treinta metros: vigas metálicas apoyadas, estructura colgante o postesados de hormigón? ¿Cuánto pesará ese puente? ¿Cómo resuelvo la cimentación y los arranques?». Por ese tramo el río es navegable y, por lo tanto, también se preguntará: «¿Cómo subo la plataforma del puente para que pasen los barquitos por debajo? ¿Cómo suben los animales hasta esa altura? ¿Qué ancho ha de tener el puente?». Y lo peor de todo: «¿De qué color lo pinto? ¡Dios! ¿De qué color lo pinto?».
Parece un chiste, pero no se imaginan lo habitual que es este razonamiento.
¿No sería más sensato elegir el punto más cercano al pueblo donde, río arriba, el cauce fuera más estrecho y así poder lanzar unos troncos de orilla a orilla para resolver de la forma más sencilla el paso de los animales?
Pues parece que no.
Sin prejuicios (Arturo Franco, 2020)
Un ensayo donde la experiencia se muestra directa y sincera, a contracorriente y a partir de recuerdos. Se reflexiona sobre arquitectura, arte, cine y jardines desde la práctica y el sentido común, sin complejos. Una memoria de bolsillo para consultar en momentos de extrema necesidad.
Confesiones de un vago constante que avanza retrocediendo, como los remeros. Progresa hacia el futuro, como apuntaba Jorge Oteiza, sin perder de vista lo que queda atrás, lo permanente, lo que la marea dejó. Un texto asilvestrado que navega y transita, de forma lenta e insegura, hacia un ser “sin prejuicios”.
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