Una urbanización de casas unifamiliares aisladas a un cuarto de hora de coche del centro de Sant Cugat. La altura y la distancia de la casa respecto de la calle y sus vecinos viene determinada por una normativa diseñada a la contra de una arquitectura de pésima calidad que, de todas maneras, aparece siempre firmada por algún arquitecto y avalada por un colegio profesional que habrá visado y cobrado el proyecto como garante de un grado cero de arquitectura que no tiene en cuenta ningún criterio calificativo. El arquitecto ha de negociar la forma de la casa a través de una especie de juego que consiste en inscribirla en un volumen normativo que desconfía de cualquier criterio profesional y reduce la arquitectura a un juego de relaciones con un entorno presto a la tensión social entre unos habitantes que, invariablemente, querrían a su vecino veinte o treinta metros más legos de donde está realmente.
Y es en este tipo de urbanizaciones, habitadas por gente de un cierto nivel económico, donde el sumatorio de decisiones de los propietarios a la hora de escoger un arquitecto, de colaborar con él y saber relacionarse y guiar un proyecto que se convertirá en su hogar, donde mejor se manifiesta el nivel cultural de un país. Una vivienda unifamiliar marca el grado más estrecho de relación entre un promotor y un arquitecto, y los va a retratar fijando el nivel (siempre un mínimo común denominador) de su cultura y su sensibilidad.