Por Álvaro Gutiérrez García-Parra
La película “Mon Oncle” del director francés Jaques Tati realizada en 1958 y ganadora del premio de la Academia a mejor película de habla extranjera el año siguiente se nos presenta como una refinada crítica a la arquitectura moderna, estilo pujante de la época, pero aún no digerible para la mayoría.
En ella, la trama sitúa a una familia que desea por cualquier motivo representar el icono de la familia moderna y cuya cabeza, el padre, es director de una moderna fábrica completamente automatizada, ambiente que consigue llevar hasta la intimidad de su hogar pues vive junto a su esposa e hijo en una residencia de lujo diseñada según la moda dominante hasta el más mínimo detalle y donde los artilugios electrónicos y de mobiliario logran llegar a lo ridículo y absurdo controlando absolutamente todo, incluso a ellos mismos, convirtiendo a la casa más bien en un mecanismo, una joya para ser admirada lejos de ser habitada, lo cual debiese ser su función principal.
Los presuntuosos dueños se pavonean cada vez que sus invitados llegan, la parafernalia comienza desde el momento en que alguno de ellos llama con el timbre dando inicio a una tropezada coreografía necesaria para activar los mecanismos que harán lucir todo perfecto, momento que dura sólo unas horas pues en cuanto los visitantes parten todo vuelve a la “normalidad”, las fuentes se desactivan, las luces se apagan y los muebles se guardan. Este ambiente resulta tóxico para el crío quien comienza a entristecerse sin motivo aparente y cuya fatiga y anhedonia no son propias de alguien de su edad.
Todo cambia cuando Monsieur Hulot entra en escena, hermano de la madre y tío del pequeño decide visitarlos proveniente del pueblo con sus costumbres provincianas e inocencia pueril complicando todo lo que se cruza en su camino. Hulot quien vive en una casa que dista de haber sido proyectada por un arquitecto y más bien parece una obra improvisada y en proceso de construcción choca con la modernidad y ascetismo de la casa de su hermana estropeando cualquier mecanismo que se le ocurre tocar e irrumpiendo los modales y costumbres que debiese seguir un homo modernus de la época, desatando así la cólera de su cuñado pero a la vez la alegría de su pequeño sobrino.
No es de extrañar que Tati conociera los manifiestos de las vanguardias artísticas pero más allá de aventurarnos en afirmar si conocía la obra escrita del arquitecto vienés Adolf Loos o no, nos limitaremos en su lugar a destacar simplemente la gran similitud entre su película y el ensayo del arquitecto titulado “De un pobre hombre rico” (Von einem armen, reichen Mann. 1900.) Donde se describe a un hombre adinerado que lo tiene todo pero al que sin embargo le resulta imposible ser feliz hasta que decide contratar a un arquitecto para que le construya su casa, una obra de arte diseñada en su totalidad que contendrá a su vez todas sus obras de arte y demás posesiones. La idea funciona durante un tiempo hasta que el arquitecto le visita y con sorpresa le riñe por llevar las zapatillas que fueron específicamente diseñadas para estar en otra zona distinta y no las adecuadas para donde él se encontraba. El hombre rico se vuelve entonces en un prisionero de sus propias obsesiones y deja pues de ser feliz de nuevo.
Esta reflexión plantea la supuesta animadversión entre la técnica y la tecnología, el oficio y la ciencia, entre la espontaneidad improvisada y la teatralidad rígida. Entre la cabaña de Heidegger y la máquina de habitar. Surge entonces la pregunta ¿Se pueden combinar ambos, o estos conceptos están destinados a ser opuestos?
La respuesta la da el mismo Adolf Loos y arquitectos como Alvar Aalto, Luis Barragán y Carlo Scarpa o si se quiere pensar en un ejemplo más contemporáneo el propio Peter Zumthor cuyas obras muestran una clara tradición moderna pero matizada o acompañada de la mano artesana, la tecnología y el oficio conviviendo entre ellos sin mayor reparo y enriqueciendo más aun su arquitectura que aquella que siguió los manifiestos modernos a rajatabla y sin cuestionamientos.
Es deber pues que nosotros como arquitectos encontremos el punto medio para satisfacer las necesidades del habitante por encima de las nuestras ávidas de vanagloria y reconocimiento, es ahí en ese frágil punto de inflexión donde radica la pequeña gran diferencia entre arquitectura y escultura. Habitar vs. Contemplar.
Nuestra labor tiene que ir mucho más allá que realizar un juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes bajo la luz. Se trata de realizar edificios que funcionen y hagan felices a sus usuarios, de eso precisamente se trata toda esta entretenida ópera llamada arquitectura.
1 Comment
Los que no sean niños de Pedralbes y hayan crecido en un polígono sabrán la ironía: pasado el tiempo de Tati, en el que igual las cosas eran cómo él las retrataba, el único sitio de las ciudades donde hasta hace poco había descampados con niños jugando, gastando bromas, y comprando bollos en puestos callejeros destartalados, era donde el urbanismo moderno metió la mano, y en todo caso nunca en la ciudad decimonónica, que por otra parte es la que le gustaba, y le sigue gustando, a la burguesía estúpida que Mon Oncle satiriza, y que se ha acabado forjando una modernidad acomodada a lo dieciochesco, más que suave, fofa.