Fuente: El País
Entrevista por Anantxu Zabalescoa y fotografía de Adrià Goula
Entrevista íntegra publicada en El País por Anatxu Zabalescoa con imágenes de Adrià Goula.
El autor del edificio de oficinas para I Guzzini, Josep Miàs (Banyoles, 1966) tiene un pasado arquitectónico con un pie en la obra, alicatando baños, y otro en el estudio de Enric Miralles, donde se convirtió en discípulo aventajado tras compartir mesa durante diez años. “Mi padre no quería que estudiara. Quería que trabajara. Y me pasaba los veranos alicatando y revocando paredes en su empresa de albañilería. Pero me machacaba tanto que al final consiguió que estudiara. Con el tiempo he pensado que en realidad era una estrategia para que estudiara”, cuenta en su estudio de Barcelona. Lo montó tras la muerte de Enric Miralles y hoy trabajan con él 12 personas. El camino no ha sido fácil. Pero ha conseguido trabajar en varios países sin dejar de experimentar que es lo que le interesa fundamentalmente del oficio de arquitecto.
Su edificio para I Guzzini apuesta por el espectáculo en la era de la negación del espectáculo ¿Por qué?
¿Cuál es el riesgo?
¿No es este un momento difícil para este tipo de arquitectura?
Con un programa de 9.000m2, el globo aerostático es pequeño. No avasalla. Se separa de los vecinos y se acerca a la autopista. Está puesto como quedaría una bola, arrinconada en una esquina del campo por la fuerza de la gravedad. Se dice que los edificios icónicos funcionan aisladamente, pero ninguno puede funcionar si no está bien puesto. Es decir, funcionan en relación con el lugar donde se ubican. Pero al adquirir ellos tanto protagonismo se menosprecia la manera de ponerlos en el lugar.
¿Reivindica ese saber ubicar?
¿La forma de su edificio representa a I Guzzini o a usted?
¿La experimentación siempre afecta a la forma de un edificio?
¿Cuántos años tenía cuando le pidió que se asociara a él?
Fue en el año 95 o sea que 28 años. Hicimos un contrato. Pero él hablaba siempre de nosotros, de un equipo.
Ya que ha sacado el tema, usted era el discípulo aventajado de Miralles.
Se ha escrito sobre mí que yo fracasé en el intento de llevarme el despacho de Miralles y lo cierto es que no me llevé ni un dibujo. Como lo que me podía llevar ya me lo había llevado porque él me lo dio…
¿Qué le dio?
Una manera de hacer. Cuando lo conocí era profesor mío. Y me sentía como un bicho raro porque lo que a todo el mundo le gustaba a mí no me decía nada. Pensé que jamás sabría entender lo que es buena arquitectura. Pero él me dijo que a él tampoco le interesaba lo que los otros aplaudían. Dijo que no me preocupara, que seríamos cuatro los que veríamos las cosas de otra manera.
¿Qué era lo que no les gustaba?
Lo que premiaban: la corrección, el detalle, la Escuela de Barcelona.
Y empezó a trabajar con él.
Sí, al principio en la cocina del ingeniero, mientras él estaba en Columbia. Luego, cuando regresó, me pasaba un dibujo y decía “sigue tú”. Eso es lo que me ha dejado: el placer por descubrir en el dibujo las posibilidades de la arquitectura.
Estuvo 10 años con él.
Sí. Conseguí aguantarle diez años y por eso no lo podía dejar. Era esclavizante, pero producía adicción. A veces me sentía superado, como cuando llevaba la dirección de obra de Igualada. Cuando me hundía, él me decía “tú mismo”. Una vez que le dije que no podía seguir el ritmo y lo quería dejar para hacer mis cosas, me dijo “Ah sí”, y me envió a Harvard de profesor. Por eso cuando se murió quedamos huérfanos.
¿Es difícil crecer debajo de un eucalipto?
Claro. Pero ya no está. Y hoy sé que ha sido mucho más difícil sin él. Él paraba golpes. He recibido muchos tras su muerte. Todo lo que yo hacía era más o menos Miralles. ¿Cómo iba a no serlo? Lo raro sería que tras diez años hubiera salido sin rastro de esa vivencia. Yo estoy aún comprobando cosas que me planteé con él. Creo que lo que hago es comprobar un mínimo de las cosas que me enseñó. Enric está presente, pero lo que pesa es que no esté. Porque era de las personas que te apoyaba con tus propios proyectos. ¿Por qué? Porque no tenía ningún complejo. Iba tan sobrado que podía permitirse decir lo que estaba bien sin problemas.
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